A esta alturas todo el mundo conoce la costumbre centroeuropea de colorear huevos por Pascua. Como anécdota mencionar que desde principios de marzo es casi una odisea encontrar huevos blancos en el supermercado (mejores para teñir o colorear) y, cuanto más se acercan las fiestas, incluso encontrar cualquier tipo de huevo. Además, es la época del año en la que la demanda de los de cáscara blanca supera con creces a los pardos que, sin razón, tienden a asociarse con huevos más sanos, ecológicos, etc.
Otros años ya he ilustrado los resultados más variopintos que hay, desde los trabajados huevos sorbios hasta los de una servidora novata.
Esta Pascua quería algo más sencillo, eso sí, con sorpresa. Los de la foto de arriba son huevos de pato que compré en mi super asiático de confianza (cómo mola este calificativo ¿eh?) y ha sido la primera vez que la amable, y siempre discreta dependienta me ha preguntado si estaba segura de lo que estaba comprando. No os penséis, no es nada horroroso, se trata simplemente de huevos centenarios.
El huevo centenario, a veces conocido también como huevo milenario, se considera una exquisitez en China. Su elaboración consiste en preservar el huevo crudo en cal viva, arcilla, cenizas y diversos minerales durante varias semanas o meses. El resultado es un huevo muy similar al cocido con una clara de consistencia gelatinosa pero firme y una yema de gris a verdosa. El olor es quizás lo más característico, a mí me recuerda a un queso Brie maduro (esto es mejor que describirlo como huevo podrido, que es lo que es) y el sabor... menos exótico de lo que pueda parecer, similar a un huevo cocido salado con un toque a Brie, con ese aroma característico a amoníaco.
En principio nada desagradable y hasta delicado pero, seré sincera, a mí me sigue costando bastante superar esa percepción visual. Curioso como los sentidos y las asociaciones nos la juegan.
Se sirve generalmente como aperitivo. Por ejemplo, con tofu sedoso, jengibre encurtido y salsa de soja.
Creo que mi buen amigo A., que esta semana nos visita en Berlín, no me va a perdonar nunca lo del huevo podrido.