Apenas bebo alcohol, el vino no me vuelve loca y la cerveza no me gusta, sin embargo, hay una época del año en la que, casi, casi, me convierto en alcohólica (comparando con mi consumo medio de alcohol durante el resto del año, no se me malinterprete). Y no, no es a causa de la fiesta de la cerveza que acaba de celebrarse en Múnich. El culpable es el mismo de todos los años, ese vino joven, a punto de fermentar, que podría confundirse con un mosto gaseoso de contenido alcohólico, el
Federweißer. Por suerte para mi salud, y reputación, este vino tiene un período de vida corto, unas pocas semanas entre septiembre y octubre. Como está en pleno proceso de fermentación, el vino sigue produciendo gases, por eso, la botella no puede estar cerrada herméticamente con un tapón de corcho ya que explotaría, además, debe conservarse refrigerado. Todo esto hace que sea un producto de transporte complicado, por lo que suele ser difícil encontrarlo fuera de Alemania. Por tanto, si estáis en tierras germanas por estas fechas, aguzar la vista en busca de carteles
que lo anuncien, aunque sea con falta de ortografía como el de abajo.
El perfecto acompañamiento para este vino es el
Flammkuchen, algo así como la respuesta alsaciana a la pizza. He leído dos versiones diferentes sobre su origen, una dice que el
Flammkuchen surgió para aprovechar el calor del horno después de hornear el pan, otra, un poco a la inversa, explica que antes de hornear pan se introducía un trozo de masa para controlar la temperatura del horno y con el tiempo se fue añadiendo algún que otro ingrediente para no desperdiciar el trozo de masa, hasta que se llegó al
Flammkuchen como lo conocemos hoy. En cualquier caso, la composición del
nombre en alemán hace sospechar una estrecha relación con las llamas del horno.
Mi horno no echa llamas, pero sí consigue hacer unos
Flammkuchen bastante decentes, y flamantes, como el del
año pasado o el
del anterior, o las caracolas de este otoño.
Caracolas flamantes
Ingredientes (para unas 24 unidades)
250 g de harina - 10 g de levadura fresca - 100 ml de agua - 50 ml de leche - 150 g de panceta fresca - una cebolla roja grande - un diente de ajo - 200 g de crema fresca (
crème fraîche) - sal - nuez moscada y pimienta blanca
Elaboración
Diluimos la levadura fresca en el agua templada para activarla. Añadimos el agua con la levadura, la leche y una pizca de sal a la harina tamizada. Mezclamos bien hasta tener una masa homogénea. Dejamos reposar en un lugar templado durante una media hora hasta que la masa haya doblado su volumen. Mientras tanto picamos muy finas la cebolla y la panceta y las rehogamos un par de minutos a fuego fuerte hasta que empiecen a dorarse. Para hacer la crema, añadimos el diente de ajo machacado, media cucharilla de nuez moscada y media de pimienta blanca molida a la crema fresca. Normalmente no hace falta añadir sal a la crema ya que la panceta suele ser, de por sí, muy salada. Cuando la masa está lista, la dividimos en dos partes iguales. Empezamos con una parte. La aplastamos con las manos sobre una superficie enharinada para que salga el aire y después la extendemos con el rodillo hasta tener una base muy fina, preferiblemente alargada.
Extendemos una capa muy fina de la crema y esparcimos la panceta y la cebolla procurando que queden repartidas por igual. Enrollamos con cuidado la masa sobre sí misma, por el lado más largo, hasta formar un rodillo que cortamos entonces en rodajas de unos 2 cm de grosor. Disponemos en una bandeja de horno preparada con papel vegetal e introducimos en el horno precalentado, en la parte baja, a temperatura máxima (el mío 250 ºC) de 10 a 15 minutos. Sacamos y servimos calientes. Repetimos los pasos con el resto de la masa.